DIARIO DE UN DESCUBRIDOR. Domingo 7 de noviembre de 2010/ Retomando la historia que comencé la semana anterior, por fin el momento de hacer el rompimiento de kárate había llegado. Salí al escenario para colocar mi toalla encima de la teja, pero algo que no esperaba me complicó la vida de repente. Al situarme en mi puesto, no vi solo una teja como me imaginaba que habría. En su lugar había nada menos que ¡¡Ocho tejas!! Por un instante, mis ojos se abrieron como platos y la pregunta de “¿en serio tengo que romper esto?” apareció con fuerza en mi cabeza. Si ya me preocupaba romper una, ¿Qué iba a hacer yo con ocho? No hay nada peor que enterarse de algo así justo en ese mismo momento. Pero bueno, no que me quedó otra que sobreponerme y decirme a mi mismo “Marcos, la única opción que tienes es darle un buen golpe y romper esas ocho malditas tejas. ¡¡Así que a por todas!!” Dejé de pensar en el resultado y me concentré en dar lo mejor de mi mismo.
Allí estaba ante el público esperando el momento de lanzar mi mejor golpe. El presentador nos dio paso y todos comenzamos con el ritual preparatorio en el que se muestra en tres ocasiones y a cámara lenta, como vamos a golpear las tejas. En ese momento mi cabeza estaba en blanco. Solo podía ver el montón de tejas justo enfrente de mí. Así que cuando nos dieron la señal, cerré los ojos y golpeé las tejas con toda mi fuerza. Milagrosamente, una tras otra se fueron quebrando de forma que mi antebrazo atravesó hasta la última de ellas. La sensación que experimenté al notar como las tejas se iban rompiendo como si estuvieran hechas de mantequilla, fue algo increíble. ¡¡Qué gustazo!! Ya estaba hecho y con éxito. Los nervios desaparecieron para dar lugar a una agradable sensación de satisfacción.
Una vez fuera del escenario pude disfrutar del resto de la exhibición con la tranquilidad de que mis deberes ya estaban hechos. He de decir que mi parte fue la más fácil, ya que otros de mis compañeros hicieron cosas que me dejaron boquiabierto, tales como romper bates de béisbol con el brazo, romper tres bates de béisbol simultáneamente de una patada y quebrar tres bloques de hielo de quince centímetros de grosor cada uno con un golpe de antebrazo. Este último y más complicado rompimiento lo hizo el capitán del club de kárate. Me dejaron flipado, la verdad.
Celebrando el rompimiento de kárate
Una vez terminamos, nos fuimos al restaurante de Masa a celebrar juntos el triunfo de una exhibición bien hecha. Teníamos reservada una gran zona del restaurante ya que éramos bastantes. La cena nos costó un buen dinerillo pero comimos y bebimos hasta hartarnos.
De repente, me sentí muchísimo más integrado en el grupo y la gente se mostraba bastante más receptiva conmigo. Creo que después de esto ya me sienten como uno de los suyos. He superado la prueba. Nos os podéis imaginar la cantidad de japonés que hablé esa noche. Tengo en la cabeza un montón de grandes momentos. Ahora me siento eufórico.
Por cierto, no sé si os habéis fijado en que en las fotos yo soy el único extranjero del grupo. En la historia del club nunca antes había entrado alguien que no fuera japonés, así que parece que estoy escribiendo un nuevo capítulo en las páginas del club. Se me recordará como el legendario gaijin (“extranjero”, en japonés). Una cosa que siempre me sorprende de los japoneses es la velocidad con la que corren las noticias de uno a otro. Todos en el club conocen mi historia, dónde estudio, que he entrenado seis años en España, que soy cinturón marrón y todo lo que solo le he contado a un par de ellos. Me dejó sorprendido una chica del club que me presentó a un cinturón negro que hasta ahora no había pasado por el gimnasio y mientras me introducía le contó todos los detalles sobre mi. Lo curioso es que yo a ella apenas la conocía. Aunque después de la cena ya hemos hecho buenas migas. Me hace gracia la forma en la que me presentan los del club. Es como si estuvieran hablando de un gran acontecimiento que un extranjero esté formando parte de él.
Curiosamente, uno de los chavales que más tímido parecía se convirtió en el alma de la fiesta y se plantó delante de mí con cuatro vasos de cerveza para retarme a beber. Así que, cómo no, acepté y nos batimos en duelo a ver quién se los acababa antes. Ese chaval, del cual no recuerdo el nombre, volvió a aparecer al rato para llevarme al piso de arriba y presentarme a todos sus amigos de la universidad que por lo visto estaban haciendo otra fiesta. Acabé haciendo competiciones de pulsos con los japoneses y brindando al estilo español. Esa noche conocí a un montón de gente nueva. Me pidieron el móvil para llamarme un día y volver a vernos. La cosa fue realmente genial.
Cuando me despedí de todos a eso de la 1:30 de la mañana y monté en mi bicicleta para regresar a casa podía sentir el agradable sabor del éxito en mi boca. Un día redondo que recordaré siempre.