Sábado 2 de Octubre de 2010
Llevo poco tiempo en Japón, pero echando un vistazo atrás veo este tiempo lleno de recuerdos de todo tipo. He vivido experiencias muy emocionantes hasta ahora pero la de este sábado por la noche, ha batido todos los récords.
Como no tenía plan decidí ir a cenar a aquel restaurante que hay cerca de mi casa en el que ya tuve un momento bastante surrealista con un grupo de japoneses. Fui solo, abierto a lo que aquella noche quisiera depararme. Entré por la puerta y me senté en la barra. A mi lado había un señor mayor con pinta de extranjero. Antes de que me pudiera acomodar bien, ya se estaba presentando. Me dijo algo como que éramos los únicos extranjeros del lugar pero entre que hablaba en inglés y que parecía ir ya un poco borracho, no le entendí muy bien. Fue curioso porque en poco tiempo estábamos hablando como si nos conociéramos de toda la vida. Resulta que es un australiano que lleva 16 años viviendo en Japón. Es profesor de inglés y de guitarra acústica. También tiene una especie de grupo y todos los miércoles tocan en un local a las 20:30. Por supuesto me invitó a ir a verle y me dijo que la primera copa correría de su cuenta.
Estuvimos un largo tiempo de cháchara. Por lo que me dijo, él es un asiduo del local. Creo que está enamorado de una de las camareras porque no paraba de decirme que esa era para él. Decía que si se la dejaba, me presentaría a una de sus alumnas como gratificación. Esa noche no iba con intención de nada, así que toda para él. Aunque tengo serias dudas de que llegue a conquistarla. El tío conocía bastante bien al personal del bar y no paraba de interactuar con ellos. Al final, gracias a él, conocí a todo el mundo allí. Es posible que también acabe convirtiéndome en un asiduo del lugar.
Al final, el hombre australiano, del cual no recuerdo el nombre, se fue tambaleante a casa después de despedirse efusivamente de mí. Yo me quedé apurando la última cerveza que me había pedido mientras repasaba mentalmente lo que acababa de suceder. Me pareció increíble haber podido mantener una conversación fluida hablando única y exclusivamente en inglés. Me estoy sorprendiendo más de mis avances con este idioma que con el japonés. ¡Qué cosas!
Después de pagar mi cuenta y justo antes de salir por la puerta, me acordé de que el cocinero que hay siempre en la plancha de la barra me había dicho la vez anterior que era practicante de kárate. Se me ocurrió que, ya que estaba allí, podía preguntarle por su gimnasio para ver si sería posible que un día fuera a probar.
Me acerqué a la barra y discretamente le pregunté por su club de kárate. Estuvimos hablando un poco del tema y de repente entró por una puerta que hay al lado de la cocina. Al cabo de un par de minutos, salió acompañado de un hombre que deduje sería su padre. Resultó que era el maestro de kárate del club donde entrenaba el chaval. Comenzó a hablarme en un japonés muy cerrado que apenas podía entender. Estuvimos un buen rato hablando sobre el kárate. Me preguntó cosas como cuánto tiempo había estado entrenando en España, con qué frecuencia y cuál era el color de mi cinturón. Podía pillar más o menos la mitad de lo que me decía. Entre otras cosas entendí que él había conocido al maestro Aoyama, el fundador del estilo Kyokushin (el mismo que el mío) y que su maestro había sido uno de sus discípulos principales. ¡Ostras!, parecía que sin querer, estaba hablando con alguien bastante importante dentro del mundo del kárate en Japón.
Me enseñó el típico librito explicativo en el que salen fotos de karatecas haciendo técnicas y resulta que uno de los que aparecía en el librito era él. De pronto, me pidió que le acompañara a la calle. Sin saber muy bien lo que quería, salí por la puerta del local tras él. Una vez en la calle, a eso de la 1:00 de la madrugada, empezó a hacerme lo que parecía ser un examen de kárate. Comenzó diciendo el nombre de los movimientos que quería que hiciera. Yo le miré incrédulo y le pregunté: “¿Quieres que los haga aquí? ¿Ahora?”. Él me miró serio y me dijo que sí. Así que, con cara de incrédulo, me puse a lanzar patadas y puñetazos al son de sus órdenes. Después de estar como unos 10 minutos dando lo mejor que tenía dentro, me dijo que parase y se quedó en silencio unos segundos. A mí se me hicieron eternos. Era como si estuviese esperando a que me dijera si había aprobado o suspendido. Lo siguiente que hizo fue hacerme una pregunta. “¿Quieres entrenar kárate?”. Por el tono de voz que puso, se me erizó la piel entera. Yo asentí nervioso con la cabeza y entonces él dijo; “Este lunes, a las 6 de la tarde, ven a la puerta del restaurante. Mi hijo vendrá a recogerte para llevarte al gimnasio”. Yo me quedé sin habla. No daba crédito a lo que acababa de suceder. Le agradecí efusivamente y le dije que allí estaría.
De vuelta a casa, subido en mi bicicleta, estaba que no cabía dentro de mí. ¿Era real todo lo que acababa de suceder en aquel bar? ¿En serio? Aún ahora escribiendo sobre lo que pasó, todavía no acabo de creérmelo. De una forma que nunca habría podido imaginar, encontré un lugar donde entrenar kárate en Japón. Definitivamente, la vida siempre supera la ficción.
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